La Isla de la Ultima Verdad

Multilingual, Extract, For Adult Readers
Dyslexia Font
Flavia Company

Apr 23   ●  min read   ●  Lumen/Futura

We love how Catalonia celebrates books each 23 April. On the day of Sant Jordi in Barcelona as in Catalonia, people give one another a rose or a book. Not only couples do this. The Generalitat in Plaça de Sant Jaume is open to the public, and in the palace and around it there is a large rose market and you can buy books everywhere. Immerse yourself in the Catalan language by reading an extract of Flavia Company’s book The Island of Last Truth with translations in Spanish and English. Check the links at the bottom of the page to find the extracts and the history of the Diada of Sant Jordi.


PREFACIO

No recuerdo quien me presentó al doctor Prendel. Sí sé, en cambio, que fue en casa de Martin Fleming, el psi­quiatra, durante una reunión de catedráticos de la facultad para celebrar su ascenso de vicedecano a decano, y queense­ guida me cautivó su actitud parsimoniosa, taciturna y aque­lla displicencia con la que miraba a su alrededor, como si su­piera con exactitud qué podía pasar y qué podía ser dicho.

También recuerdo que fue Amy Fleming, la esposa de Martin, quien me contó cierta leyenda que circulaba en tor­no al doctor Prendel. Además, no hacía demasiado tiempo y de manera casual, Amy habia conocido a la dentista de Pren­del, ella le había comentado que por el estado en que tenía la dentadura cuando llegó por primera vez a su consulta, se veía con claridad que su dieta había sido irregular durante una larga temporada. Este hecho no demostraba pero sí fortalecía la hip6tesis de que Prendel, experto navegante, había naufragado años atrás, cuando su velero, el Queen, sufrió el ataque de un barco pirata. Había perdido la tripulación yel barco. Loque le quedaba era la vida, un bien que, según en qué circunstancias, es relativo. La cuestión es que Mathew Prendel desapareció durante cinco años y, cuando me lo presentaro, hacía más o menos cuatro que estaba otra vez en Nueva York. Desde entonces, lo habían invitado en más de una ocasión a las reuniones que por un motivo u otro se organizaban en casa de los Fleming, reuniones a las que en el pasado había asistido muy de vez en cuando. Todo le mundo se moría de  ganas de ver a un náufrago de cerca. El doctor Prendel, sin embargo, no había aceptado ir ninguna vez hasta aquel día, después del que no quiso regresar nunca más.

Segun la opión de los que alguna vez habían compartido un rato con él, estaba irreconocible, no solo por su aspecto físico sino, sobre todo por su carácter. Decían también que lo que de verdad lo había hundido no había sido la experiencia del naufragio sino la noticia, a la vuelta, de que su padre había muerto solo, allá bajo el tórrido sol de Texas, sentado en única silla de su jardín de césped escaso. Pare­ce que el padre le había pedido muchas veces que no lo dejase morir solo.

Entre los que lo habían conocído más de cerca tambien había quien decía que aquel Prendel aunque, como es natural, nadie se lo dijo a la cara, y yo nunca, después, le dije nada de aquellas habladurías. Bastante deesgracia tenía, mi pobre doctor, con ser incapaz de reconocer a nadie del pasado, como si haber naufragado le hubiera borrado la memoria. Más tarde llegué a la conclusión de que no era amnesia sino rechazo.

El doctor era un hombre delgado, alto, de manos grandes. Fuerte y atractivo, sin duda. El cabello negro ya canoso. Cojeaba levemente de la pierna derecha. Tenía cuarenta y cinco afios y vivía de rentas. Nadie sabía en que consistían esas rentas. Había quienes especulaban con la posibilidad de que el seguro del barco le hubiera pagado una indemniza­ción millonaria, pero era una hipótesis sin fundamento. Nunca quiso contar a nadie su aventura. Decía, eso sí, que un naufragio era una experiencia tan íntima que, por poco pudor que se tuviera, uno debía guardársela para sf mismo. Desde si regreso a Nueva York, Prendel era el tema preferido de aquellas reuniones. Y parece que lo fue de nuevo des­pués de aquel día en que aceptó asistir. Yo tampoco volví.

Era fácil darse cuenta de que, en realidad, no quedaba nadie que lo conociera de verdad: había perdido a su pareja años atrás, a los amigos durante el ataque, al padre en su ausencia. Mathew Prendel estaba solo y, además, era un so litario, y quizá fue eso lo que me hizo sentir una complici­dad inmediata con él, la sensación prodigiosa de reconocer en su mirada una demanda justo a mi medida.

De todo lo del naufragio yo no m había enterado por­ que los últimos cinco años de mi vida había estado fracasan­do en un matrimonio sin futuro e impartiendo clases de li­teratura inglesa en la Universidad de Viena, la ciudad mas parecida a una postal que he visto en mi vida. De los vieneses había aprendido, entre otras cosas, a disciplinar mi carácter, impulsivo y alocado, y a adoptar una actitud discreta delante incluso de lo que más estimulaba mi curiosidad, por ejemplo un ataque pirata en pleno siglo XXI. Cuando me pu­sieron delante de Prendel, no obstante, tuve la sensación de estar conociendo a Conrad o a Stevenson. «Tienes demasia­ da lireratura en la cabeza – habría dicho mi abuelo. Y habría añadido-: Ojo con ese muchacho, chiquilla, se te ve en la mirada que te ha gustado y hay algo en él que no te conv1ene.»

En ningun momento puse en duda la leyenda. En nin­gún momento pensé que podía tratarse de una historia falseada, de una anécdota trivial adornada en extremo y que, por ejemplo, Prendel hubiese perdido su velero a pocos me tros de la costa de Africa a causa de un abordaje más prosai­co, contra una roca u otro velero de recreo y, más tarde, los rumores lo hubieran convertido en una gesta heroica. Tuve claro que no podía preguntárselo porque, tal y como me ha­bía dicho Amy y todos los que se habían topado con él algu­na vez sabían, Mathew Prendel siempre había mantenido la mas absoluta reserva sobre el tema. De forma que me senté a su lado a beber whisky y a escuchar cómo explicaba que las máscaras africanas eran, en realidad, símbolos religiosos con la función de estabilizar la vida de los poblados. «Bebe de­masiado -habría dicho mi abuelo- y eso siempre es por algo, Phoebe; la gente siempre se bebe en forma de alcohol los problemas para los que no encuentra solución.»

Prendel había sido cirujano y, más tarde, profesor en la Universidad de Columbia. Pero su auténtica pasión era la mar. Era capitán de yate. Su voz, ronca y viril, sonaba por encima de las demás, o eso pensé yo. Y también pensé que ser médico le habréa ayudado a sobrevivir al naufragio. Y ser capitan de yate lo habria acostumbrado a estar solo. Y que hay gente dotada para naufragar, gente entre la que nunca podría contarme yo, catedrética de Literatura Comparada que apenas sabaía nadar.

Mi amistad con el doctor Prendel frucrific6 con rapidez, quiza porque, a ciertas edades la capacidad de riesgo, si se conserva, resulta ser inmensa.

Fuimos amantes durante casi siete afios. Uno de mis ob­jetivos era durar más que su naufragio. Como si con algo así pudiera establecerse alguna clase de rivalidad o competición. «Siempre quieres vencer a contrincantes imposibles, Phoebe; contrincantes que ni siquiera lo son. Has salido a tu madre.» Mi victoria ha sido amarga y, en realidad, efímera, porque un naufragio dura mucho más que un naufragio. Es como una linterna: ilumina lo que se le manda y lo que no.

Me pidió que no contara su historia hasta despues de su muerte. Pero que la contara. «Usted que sabe de literatura, doctora Westore, y que ha navegado conmigo, usted puede escribirla.» Siempre nos tratamos de usted; era nuestro juego. Y le prometpi que lo haría. Es absurdo, pero las promesas a los moribundos son imperativas. Absurdo porque esta cla­ ro que al muerto no puede importarle que se lleven a cabo. La gente suele cumplir con mayor celo las promesas hechas a los muertos que las que pacta con los vivos. “Escribiré su historia, doctor Prendel – le aseguré -. Pero antes tendrá que relatármela.” Después de siete años durmiendo a su lado, no me había contado ni un detalle. El asalto por sorpresa de la enfermedad lo cambió todo. “Sabemos que tenenemos que morir – me dijo -, pero no somos conscientes hasta que nos llega la hora.” Me acordé de lo que decía mi abuelo: “Quizá la muerte es lo mejor de la vida. Habrá que verlo”.